En el vestuario, comencé a despojarme de la ropa, y de todo aquello que pudiera alterar la labor docente. El suelo, afirmaba el frio de la temporada, se clavaba sin piedad en las plantas de mis pies desnudos. La dureza del judogi, limpio e impecable, se adaptaba a mi cuerpo, a la par que la misión de trasmitir el delicado “Camino a la flexibilidad”.
Entré, me incliné y saludé con una reverencia, como hacemos los judokas. Ellos se abalanzaron hacía mí, abrazaron mis piernas y comenzaron el cántico, en ola, de gritos y “Holas”. El saludo ceremonial limitaba sus emociones. La clase de judo desborda en ellos, algo más que un sólo “RITSU REI”.
El momento deportivo acerca al regocijo del juego, a dejar en el tintero las tareas escolares y las luces adictivas de las Tablets. Ante mí, el aquí y ahora.
El presente se envolvió de calidez, ofrecía la oportunidad de dar y recibir. Cada gesto, y todo el movimiento, se dibujaba con una pureza que ardía en mi interior, resolviendo completamente le frio que presidía ese día.
Eran en total dos decenas, los veía como nunca suelo mirar. Ni un sólo detalle de sus rostros, ni de sus ejercicios, nada se me escapaba. Comencé mi compromiso personal, siempre esforzándome en dejar rastro, con alguna huella que impulsara algún escalón de su buena ventura.
La maestría me tranquilizaba, y obligaba a tomar rumbos disparejos en la misma clase, porque cada uno necesita una ilustración distinta.
– “Muy bien, muy bien… judokas” Les dije, al finalizar. “Estoy muy satisfecha de vuestro trabajo”.
En ese instante, la tranquilidad revestía su gozo, absorbidos en pensamientos propios. Me miraban fijamente, con el deseo de regresar pronto.
Volví a saludar; esta vez, todos al mismo tiempo. Cerramos la clase, con «ZA REI».
Texto ©️Almudena López.
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