
Llegó el momento, “dos pasos hacia delante, giré tres veces la rama, la apoyé en la tumba, dos reverencias más, dos palmadas al aire y volví a saludar. Por último, me alejé con dos pasos atrás”. De ese instante no recuerdo nada más, sólo pensaba en repasar los movimientos de aquel ritual, y llevar la cuenta exacta.
Fue especial la visita a la tumba de Jigoro Kano. Lo estrecho y limitado del espacio, no debilitó la palpitación interior que se alzaba por dentro.
Después de rendir el minucioso homenaje con los pasos, las palmadas, y la entrega de la ramita verde -obsequiada por el maestro Tsumura, para la ofrenda-; era el momento de repensar las preclaras virtudes del creador del judo. El lugar invitaba a la abstracción, sólo el sonido del viento enderezaba la realidad.
Hay muchas ciudades donde el cementerio está enclavado en medio de sus calles, y sus dimensiones, no facilitan la estancia en las visitas a los seres queridos. Por el contrario, Japón ofrece cementerios donde la muerte puede ser no sólo un descanso eterno sino una visita descansada.
Me encontré un lugar con posibilidades contemplativas y enfrente, una pradera verde con bancos de madera que ofrecían la posibilitad de merendar, repasando evocaciones y nostalgias.
La cajita de sushi, armonizó el momento. La compañía extendió el encanto de la sinceramuestra de afecto al padre del judo.
Siempre quedará en mi recuerdo.
IMÁGENES Y TEXTO : Almudena López
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